Archivo mensual: febrero 2013

Rincones de París

Al llegar al aeropuerto Charles de Gaulle sentí decepción. Pensaba —estaba seguro— que se trataba de un lugar majestuoso. Pero no. Al menos, no en los tramos que recorrí.

Destruido del sueño, cargadísimo, irritado, sucio. Así emprendí un nuevo viaje en tren de larga distancia. Tomé el RER desde Charles de Gaulle a Gare du Nord y, luego de más de 1 hora de equivocarme, llegué al 48 de Rue de Chabrol. Allí me recibieron Vero y Toño, una pareja hispano (ella) francesa (él) muy agradable. Con ellos comparto 4 noches, charlamos y cambiamos experiencias.

Tras una ducha exquisita y necesaria, a punto de babear, me acosté en un cuarto parisino en el cual supe que algo había nacido entre París y yo.

Todo lo que reluce es oro.

El olor a café que llega desde la cocina indica que no hay más tiempo que perder en la cama.

Bajé a la calle, me enteré del frío de Enero y comencé a caminar. En la estación Poissonnière tomé el metro a Trocadéro. Me esperaba allí la mítica Torre Eiffel, el primero de muchos golpes a mis sentidos que recibiré en París.

Desde la plaza de Trocadéro, los 324 metros de hierro forjado en forma del más icónico símbolo francés se aprecian sin dificultad. Rodeado de puestos que venden baguettes y souvenirs, la Torre da cuerpo a un sueño al hacerse presente. No es perfecta, pero dentro suyo tiene un atractivo que, aún hoy mientras escribo, no puedo descifrar.

Torre Eiffel

Tras el encuentro me siento bienvenido a París. A cada costado, en cada rincón, tras cada pared, a la vuelta de cada esquina, habrá algo que me deje pasmado. Todo lo que brilla en la ciudad es oro. Y, lo peor de todo, es que no se trata de una simple metáfora. Sus cúpulas, sus torres, sus bustos, sus ornamentadas rejas. A cada paso algo brilla en medio de la increíblemente bella —y simétrica— arquitectura parisina.

En medio de carrouseles y vedettes recorro el Sena, cámara en mano. Soy un turista que quiere serlo. No reniego de mi condición y voy mirando cada piedra, cada árbol. Todo.

Dom

Recorro el Dôme de Les invalides. Es un fuerte militar inmenso en donde descansan —¿en paz?— los restos de Napoleón Bonaparte. Una cúpula convida brillo áureo a todas las calles que rodean el museo militar. Para ver los restos del mister —una tumba de mármol negro que no lleva valor por sí solo— hay que pagar 6 euros. Mientras intento explicar que soy periodista y recibo un no como respuesta, asomo el pescuezo logro ver el funesto responso. Me ahorro 6 euros en París. Todo un logro.

Perderse en París.

Porteño como soy y porteño como nací, siento que perderse en una capital no es aconsejable. Esta ciudad transgrede ese concepto, esa idea. No sólo perderse es hermoso —y grato, y necesario—, sino que es imposible que ello no suceda. Hay calles que cambian su nombre 5 veces en 1 kilómetro. Sumado a ello, el trazado de las calles parece haber sido diseñado por alguien enfermo de párkinson. Si a esto sumamos que el ciudadano promedio francés no sabe indicar cómo llegar a ningún lado, no hay posibilidad de no perderse. Pero eso merece un capítulo aparte.

Uno de los momentos más increíbles de mi estadía en la París ocurrió en la librería Shakespeare and Company. Se trata de un rincón en el cual uno se pierde, ya no de forma geográfica, sino de forma temporal. Traspasar la puerta de entrada de la mítica librería en la cual autores de la talla de Ernest HemingwayScott Fitzgerald,Gertrude Stein y James Joyce solían pasar sus tardes, es sentirse parte ínfima de un rincón preciado del planeta.

Shakespeare and Company

Entre cientos de tomos con lomo desgastado por el paso de las lecturas y los años me siento a gusto. Pierdo noción del tiempo, recorro cada rincón y, entre cuadernos y más libros viejos, hay un piano. Rodeando al piano, algunas personas leyendo, otras descansando en un viejo y —aparentemente— cómodo sillón. Me siento y toco Desarma y sangra, del gran Charly García y My melancholy blues, de Queen. Mientras mis dedos recorrían las viejas teclas del piano me sentí —¿influenciado por Midnight in Paris, tal vez?— perdido y atrapado en un rincón, lejos de mi vida y mi tiempo. Ya no a miles de kilómetros, sino a miles de días de distancia.

Las callecitas de Montmartre tienen ese que se yo…

Atravieso un barrio lleno de canastos con ropa imponible. Es parecido al barrio de Once, en Buenos Aires, con la diferencia que aquí hablan francés y allí castellano, guaraní, hebreo, ruso, árabe, chino y japonés. Tras los canastos, hay una explanada. A su cima (unos 150 metros), se puede llegar por un singular funicular, o escalón a escalón. Allí se impone la basílica Sacré Cœur.

Sacré Cœur

Se trata de una construcción simétrica, armónica y hermosa desde dónde uno puede contemplar una inmejorable vista panorámica de la ciudad. Dentro del templo, majestuoso como casi todo en París, puede uno ver a la atracción principal del clero francés: La venta de velas. Hay velas, velitas y velones, que van desde los 2 a los 10 euros, y —supongo— cumplen los pedidos con mayor celeridad en función al costo. Un robo. La misma modalidad aplica en todo Francia: Lo vi en la Catedral de la Madeleine, en la Catedral de Notre Dame y más. Pero en Sacré Cœur han optado por reinvetarse. Las velas no se fueron, se transformaron. En una suerte de mesón con velas plásticas con un LED rojo que emula ser fuego, uno puede, por la módica suma de dos euros, encender una vela. O prender una luz.

Basílica del Sacré Cœur, capos del marketing.

Vuelvo a Montmartre.

Montmartre

Al salir de la Basílica, me pierdo (más a propósito que nunca), en los recovecos del barrio. Escaleras, mucho verde, callecitas, casas que transmiten paz. Es el barrio bohemio de la capital francesa. Todos allí intentan dibujarte a cambio de algunas monedas. Cajitas musicales, locales que venden souvenirs, colores armónicos. Es un rincón de París al cual volveré algún día, para perderme otra vez.

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