A la mayoría no le interesa ver autos. Están ahí mirando mujeres como mercancía, abriendo y cerrando puertas de autos que no pueden pagar, simulando querer comprarlos para acercarse a una promotora y preguntar por el torque de la nueva pick up y que ésta responda lo que quiera, total no lo van a recordar. A fin de cuentas, si tantas personas estuviesen interesadas en ver las novedades de la industria automotriz, las concesionarias de autos serían un infierno de gente todos los fines de semana. Y, vale decirlo, según estadísticas de la Universidad de Michigan, el rubro que tiene la mayor cantidad de empleados fumando en la puerta de su local es el de las concesionarias de autos, seguidos muy de cerca por los supermercados chinos —con la salvedad de que en ese caso el que fuma es el dueño—, y las empleadas de Todo Moda, en el tercer puesto.
Luciana hace un esfuerzo importante por no perder el equilibro sobre los tacos negros y altísimos que visten sus pies. Lleva 9 horas parada ahí, sonrisa impecable y mentirosa, al lado de un Peugeot 208 que saldrá a la venta en agosto. “Tiene un baúl de 380 litros”, explica a un hombre oculto tras un bigote tupido, que lleva el dedo índice a la punta de su nariz y el pulgar bajo la pera, y asiente ante la descripción técnica de la promotora. La escena se repite todo el tiempo. Se acerca un señor, pregunta algo, la mujer, mientras peina sus cabellos negros, responde que el baúl tiene una capacidad de 380 litros. Y el hombre se queda pensando: pone cara de calcular cuántas cosas le entran en el baúl, mientras dos o tres neuronas juegan al “qué buena que está la morocha”, dejándolo al borde de babear. Intercambian sonrisas. Él se va, rumbo a lo mismo en otro stand, y ella se queda, esperando que venga otra persona a preguntar lo que quiera preguntar: la respuesta siempre será la misma. Siempre. La misma. “Tiene un baúl de 380 litros”.
Cuando tiene un instante de libertad, Luciana cambia el pie de apoyo, asoma fuera del zapato la punta de los pies, camina un par de pasos cortos. Tiene los pies rojos e hinchados y aún faltan 6 horas para que termine la exposición y se termine el violento desfile de miradas. “Mirá el baúl que tiene ese Peugeot”, codea entre carcajadas un señor a su amigo, canosos los dos. “¿Me puedo sacar una foto con vos?”, pregunta a punto de tartamudear un pibe, 15 años, gorra de Chevrolet negra con la visera recta. Y ella accede. Le presta al púber su mejor sonrisa y posa para el flash. Luego vendrá la cara de “qué pendejo pajero” y de padecimiento.
Suena U2 de fondo. En el patio de La Rural un camión-parrilla cocina pizzas carísimas y, pese a ello, la gente se amontona. Podrían venderse más caras, incluso. La gente que va a este tipo de exposiciones híper materialistas ama amontonarse para gastar. El stand de Mercedes-Benz presenta el SLS AMG, una coupé deportiva que cuesta 410 mil dólares, más de 2 millones de pesos. A diferencia del resto de los autos —y las promotoras— del sector, se encuentra en una ubicación distante, lejana, inalcanzable. Todos miran sus puertas, abiertas hacia arriba, como las alas de un pájaro en pleno aleteo. A su lado, una chica rubia, del target de la marca alemana se muestra —también— como objeto inalcanzable. Por debajo de la plataforma, la multitud mira hacia arriba con la boca abierta. Por regla general de consumo, deberán desear ese Mercedes Benz, de ahora en más y hasta la próxima edición de la exposición.
Lo mismo ocurre en el stand de Chevrolet. La joya de la marca Estadounidense tiene un precio notablemente más bajo que el SLS AMG de Mercedes Benz: 95 mil dólares. Pero en algo se parecen: ambos han sido colocados lejos de la gente. El Camaro, color negro brillante, tiene marcas de dedos en el baúl. Alguien se ha estirado más que nunca en su vida para tocar un auto. El responsable muestra su mano derecha a su nene y le explica la razón por la cual se ha estirado para acariciar una chapa: “No sabés qué suave, Hernán”. Suave.
Ya no suena U2. Hay un DJ en el stand de Pioneer que anima a la gente. Giro lentamente 360 grados, contemplando y observando. Hay un montón de señores sentados en un auto apagado moviendo sus manos sobre el volante y sus pies sobre los pedales. Imaginan, tal vez, algún destino. Recuerdan, a lo mejor, momentos de su infancia que marcaron cuán importante y necesario —y masculino y viril— es tener un auto. Me voy con mis prejuicios a un lugar donde haya discos, libros y buen vino. Entiendo, esta vez, que el que está en el lugar equivocado soy yo. Y por eso me voy sonriendo.